martes, 12 de enero de 2010

El mito del Flaco

Luis Almirante Spinetta
Spinetta se autopresentó como un punto de pasaje de toda la historia del rock argentino: desde Nebbia hasta Mollo, pasando por Tanguito, Manal, Pappo, García y Soda. Cinco horas y media comprobando las ventajas de todo tiempo pasado, pese al "mañana es mejor".

por Pablo Alabarces
Crítica de la Argentina - 06/12/09

Mi relación con Spinetta ha sido difícil a lo largo de los 40 años que decidió festejar el viernes pasado. Simplemente, porque tengo 48; eso significa que el primer disco de Almendra está entre los primeros impactos culturales que recuerdo con alguna conciencia, ya alfabetizado y tratando de crecer solito: mis viejos siempre pensaron que el rock es un accidente musical que debió haber sido evitado. Tardé mucho en tener el disco, pero poco en que esos temazos me fueran deslizando hacia asumir una identidad –o una máscara, o un disfraz, o una pose–: yo sería rockero. Claro que cuando fui adolescente, el que terminó de operar el pasaje fue Charly con Sui Géneris. Que nadie se horrorice: todo Sui era más fácil y digerible, y a los 14 nadie puede ser demasiado lúcido estéticamente.

El asunto es que ser rockero permitía sobrellevar mejor el conflicto generacional y a la vez asumir el tránsito por la dictadura: inevitablemente para los más chicos, el rock nacional fue el refugio donde sentirnos más o menos contestatarios. En 1979, peregriné a Obras para ver a Almendra y oír por primera vez en vivo a Spinetta. Y aunque ya habían pasado Pescado Rabioso e Invisible, no pude sino seguir aferrado a Almendra: evidentemente, mi rockerismo tenía un corazoncito pop. Preferí el charlygarcismo y me refugié en sus pliegues. Spinetta quedó, entonces, como el primo lejano del que se tenían noticias cada tanto (aunque el primer CD que compré en mi vida fue Pelusón of milk).

Demasiadas veces me pregunté por qué había cometido ese pecado: oía y leía las afirmaciones perseverantes respecto de que Spinetta era lo más grande que le había ocurrido a la música argentina y me sentía un poco culpable o un poco ignorante, o ambas cosas. Supongo –hoy, a la distancia, obligado por esta contratapa y por las cinco horas y media que soporté el viernes a la noche– que me irritó siempre esa cosa un poco presuntuosa según la cual el Flaco era un poeta mayúsculo, mientras que a mí me costaba encontrar en sus letras algo más que retóricas ampulosas y sobreactuadas destinadas a generar el “efecto poético”: algo así como “no entenderán un pomo, pero justamente por eso creerán que soy un genio”. Y musicalmente, no me movía un pelo: pensaba que lo que Spinetta hacía ya lo habían hecho otros antes, y mejor (Beatles, Led Zepellin, King Crimson, el jazz rock).

Este texto no quiere ser simplemente una confesión: aquí no viene la parte en la que pido perdón y me autocritico, ante tanto lector a punto de pedir mi fusilamiento (porque el spinettismo incluye una dosis de fanatismo). Insisto en entender –y no me vengan con que no es una cuestión de entendimiento, porque justamente el spinettismo consiste en el culto de la inteligencia y la sensibilidad estética frente al pogo y al exceso corporal: el “aguante” que Spinetta celebró en su público el viernes a la noche consistía en soportar el frío y los exasperantes intervalos en que cambiaban la escena para cada banda. No se trataba de un aguante literal o chabón: era el aguante de los convocados al festín de la inteligencia y la nostalgia. Y ahí, entonces, mis dos claves.

El mito Spinetta se ha construido exactamente en torno de la inteligencia y la ilustración: qué otra cosa puede ser un tipo cuyo disco central se titula Artaud. Spinetta construyó una carrera sobre la idea de su música podía hacerte sentir inteligente aunque no lo fueras: que los sentidos convocados eran el oído y la razón, salpimentados con “el amor” y “la sensibilidad”, y con el auxilio insoslayable de la lectura –hasta publicar un libro de poemas, Guitarra negra, bastante malo por cierto. Un letrado: Spinetta es un letrado, un producto perfecto para clases medias que se imaginaban ilustradas hasta no hace mucho –hasta el menemato– y a las que el Flaco les permite seguir gozando de esa ilusión. En apoyo de esta hipótesis vienen sus “compromisos”: renuente a otras militancias, resulta que Spinetta ha descubierto la tragedia de los chicos del colegio Ecos y entonces organiza cinco horas y media de un recital único en la historia de la música argentina en torno de ello. Aun con la emoción y el desgarro que esa tragedia me provoca –no lo olviden: tengo hijos de la edad de las víctimas–, me parece un poco excesivo, al lado de, por ejemplo, Cromañón, una tragedia, además, rockera.

Y luego, dije, la nostalgia. El viernes, Spinetta se autopresentó como un punto de pasaje de toda la historia del rock argentino: desde Nebbia hasta Mollo, pasando por Tanguito, Manal, Pappo, García y Soda Stéreo. A pesar de sus reiteradas y certeras invocaciones sobre que “mañana es mejor”, pasamos cinco horas y media comprobando las ventajas de todo tiempo pasado. Eso no habla mal de Spinetta, cuyas mejores canciones tienen más de 30 años; habla mal de nuestra cultura y de nuestro rock. Para colmo: “Postcrucifixión” es una maravilla, pero yo quería escuchar “El anillo del capitán Beto”.

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